Las trompetas irrumpen, altas, brillantes, en la noche profunda. El cantante no está, ni hay nada parecido a los destellos de su traje de fantasía. No hay escenario. Ni público que asista a espectáculo alguno. La voz y la orquesta salen de un artefacto encerrado en una jaula de metal plateado, que le protege de los posibles botellazos. Alguien, frente a la lista garabateada de nombres, espera que el disco de 45 rpm. que ha elegido, empiece a sonar. Entonces se aleja. Solo o con un amigo -no importa tanto-, vuelve a su rincón. Una mesa de cantina forrada de fórmica, el cenicero de aluminio, la botella de aguardiente. Puede que no sea una costumbre consuetudinaria. Puede que sí. Tampoco importa tanto. Porque la rocola ya ha tomado la palabra. Y ese hombre escucha lo que quiere escuchar: una voz le habla a su corazón, desde su sensibilidad; desde lo que él quisiera que fuese, al menos en ese instante, único conocimiento de un mundo que, gracias a esas rotundas sentencias que no son muchas y que transmigran de canción en canción y de cantante en cantante -con ritmos tropicales o andinos-, se simplifica, se vuelve inteligible y, sobre todo, se deja sentir. Entonces la noche se puebla de traiciones, de mujeres perdidas, de cuchilladas, de promesas eternas, de crueldades y dolorosas presencias: la cárcel, el alcohol, el juego prefigurado siempre como una apuesta a la desgracia. Hay pues, en esa música, de alguna manera, toda una sabiduría que busca su propia coherencia. Dicen que se trata de un arte primario y fácil. Mas, en el fondo, este cumple con el propósito de todo arte: la aprehensión emotiva de un fragmento del mundo. Pero de un fragmento que se totaliza, que se vuelve, él mismo, la representación cabal y completa de ese mundo. Ese arte está allí, querámoslo o no, para satisfacer una sed humana básica.
Una aclaración para quien la necesite: el rock y la música rocolera nada tienen que ver entre sí. Es más, se contradicen. Su ritmo trepidante, el volumen en que se lo escucha, la letra poco o nada inteligible (sea porque está en inglés; sea porque las voces de quienes la cantan privilegian sus dotes vocales y guturales por sobre su dicción) hacen del rock un género que, pese a su importancia, para la gran audiencia de los países latinoamericanos, no transmite conceptos no comunica una visión sobre la vida. La música rocolera, en cambio, está hecha para ser entendida. Sentencias, reclamos, añoranzas, son son “explicados” en ella largamente. La comprensión cabal de los contenidos es su condición necesaria. La música rocolera se llama así no porque le deba algo al rock (aparte de la irrupción ocasional de una guitarra usada como requinto), sino por el aparato que la propagó de un modo masivo: la rocola. Caja de música, máquina tragamonedas, artilugio opulento y deslumbrante en la pobreza de la cantina, la rocola fue, en el momento de su aparición, la extraña, casi inverosímil coincidencia de dos mundos enemigos. Venida del extranjero, envío especial de una tecnología, a la sazón, ultramoderna, ofrecía al subdesarrollado oyente, por un módico precio (apenas una moneda), la elección de su música preferida. Más importante fue, desde luego, el efecto adicional que provocó: la popularización del disco de 45 rpm. que, gracias a ella, llegó a ser muy barato. Proliferaron así los pequeños circuitos de producción y consumo de discos, con la consiguiente difusión de autores o cantantes desconocidos o relegados por la gran industria fonográfica. El gusto popular logró, entonces (a pesar de los mecanismos que reproducían en pequeño las estrategias del mercado internacional), una posibilidad de réplica, con respecto al gusto dirigido y dominante. Y ahora con la rocola -el aparato electromecánico en sí- tiende a desaparecer, pues no existen, que sepamos, modelos nuevos y hasta es probable que no se fabrique ninguno, esa posibilidad de réplica, encarnada de un modo visible en la música rocolera, que se difunde ya por otros medios, es un fenómeno cultural cuya fuerza tenemos que admitir. Contrapartida espontánea del rock, heredera de un movimiento permanente de resistencia a cuanto ha significado avasallamiento e imposición, esa música, con su cruel ingenuidad, contradice, de otro lado, las engañosas formas de todo arte edulcorado y complaciente.
La música rocolera tiene antepasados y afines directos. Lo prueba la insistencia de sus letras en los mismos viejos temas. Hay una línea de continuidad que une el tango del arrabal, el primer bolero de Agustín Lara, los valsesitos criollos del Perú, y los grandes “bohemios” del Caribe: Daniel Santos, Alberto Beltrán, Bienvenido Granda. En los Andes, Lucho Barrios, Julio Jaramillo y Alci Acosta, se prolongan en Aladino y Segundo Rosero, entre tantos otros. Mas, ese itinerario expansivo coincide con otro proceso: el de la urbanización, es decir, el de la suburbanización de América Latina, pues tal ha sido el verdadero precio del crecimiento de las ciudades. Pero los arrabales, barriadas, ranchitos, favelas, barrios clandestinos, conventillos, barrios suburbanos, engendran sus propios habitantes. Ni ciudadanos, ni campesinos inmigrados, ellos, establecidos al fin, habituados ya a un medio precario y difícil, y a veces muy violento, han hecho de él un primer marco de reconocimiento e identidad. Y ese es el ámbito natural de la música rocolera. Aquí cabe una precisión: sub-urbano quiere decir dos cosas. No solo significa lo que queda en los confines de la ciudad. También es lo que la urbe reprime y relega, aquello que no quiere como suyo, la parte maldita y oscura de su ser. Enajenado, preso de una nostalgia eterna, el espíritu del burgués latinoamericano no acepta fácilmente otros modelos culturales que los que Europa y Estados Unidos le proponen. Lo propio, lo vernáculo, si no ha sido folklorizado, y de algún modo legitimado por una larga tradición, simplemente carece de valor. De esta manera son desterrados al mismo espacio de confinamiento, tanto la miseria como todo lo que ese ilusorio gusto condena. Lo cual deja en su sitio a los productos de la cultura popular. A la inversa, esta no tiene reparos en recoger cuanto pueda enriquecerla: la música rocolera, por caso, al tiempo que asimila influencias urbanas diversas, siempre y cuando pueda ponerlas a su servicio, asimila también los modos del arte oral (uno de sus ancestros), característicos de las sociedades rurales: la simbiosis íntima de letra y música, rasgo singular de la poesía oral, por ejemplo. Canción del suburbio, la música rocolera es más que eso: es el lugar de convergencia y afirmación de lo propio y de lo que ha sido apropiado. Si su audiencia rebasa el ambiente del suburbio o del conventillo y gana adeptos en otros estratos de la población, es porque, de un lado, la pobreza, aparte de ser un peso real en la vida ciudadana, es también un peso simbólico; y de otro, porque esa música se configura como un fértil campo en el que se desarrollan sin restricciones, lo propio y lo espontáneo.
¿Es tan primario y fácil ese arte? La tentación de decir que sí, se nos esfuma en el momento en que comprobamos que no disponemos de categorías claras que den perfecta cuenta del mismo, que lo agoten sin dejar ningún residuo que no sea desechado. No tenemos un sistema clasificador que jerarquice e integre todos los elementos que definen el gusto popular. Muy simple resultaría, desde luego, comparar alguna de las catedrales barrocas de Bach con cualquiera de los valsesitos y pasillos rocoleros, y sacar la conclusión evidente. Sólo que el mismo hecho de comparar éstos con aquella, anularía la comparación, la volvería inútil. Y apenas si nos reenviaría al propio sujeto que “quiere” comparar esos dos productos incomparables. A su intención segunda. A su pre-juicio obvio. Venido del fondo de la historia europea, lo uno, amparado por una aureola de siglos, referente indispensable de la cultura occidental, su esplendor deslumbraría la existencia de lo otro. Lo volvería insignificante o ridícula. Pero la comparación habría sido hecha desde los exclusivos cánones del arte culto. ¿Qué pasaría si tratáramos de adentrarnos en el “gusto” de aquella legión que no valora la música culta, porque simplemente la excluye de su vida, y si en cambio lo que de rocola le viene? En principio no nos quedaría más remedio que emprender la búsqueda de las claves de ese gusto, a partir de una confrontación empírica y desprejuiciada. Estaríamos, pues, enteramente metidos en el reino de lo Otro, de lo que, a fuerza de despreciar (o apreciar de un modo snob y/o vergonzante) hemos terminado por desconocer.
Ahora bien, situados en los dominios de lo Otro, tendremos que descubrir, desde adentro, su códigos básicos; encontraremos así una estructura (elástica y de límites imprecisos) que atraviesa el producto artístico individual y lo refunde en un conjunto muy vasto que, a diferencia de lo que ocurre en el arte culto, no consagra el gusto estético como un orden austero, ascético, deslindado, hasta cierto punto, de la experiencia vital inmediata sino, por el contrario, como un universo en donde lo sensual, “lo vivido”, lo sentido (“el sentimiento”), son sus patrones más importantes. Esto conlleva consecuencias directas: al ser integrado en una sola continuidad el arte al mundo que lo produce, los valores de ese arte estarán marcados por los valores que circulan en ese mundo; no habrá divorcio entre ética y estética; cada texto será medido según el contexto en el que se da, y la música que lo sostiene y lo acompaña, retornará junto con él, de un modo inmediato, a ese contexto: el valsesito, bolero o pasillo rocolero “valdrán más” si refuerzan la alegría o la pena que el oyente, mediante su ayuda, busca en su interior. Entonces, el escenario y la ocasión contarán también. Y deberán incorporarse como elementos claves de su gusto estético. La “originalidad”, la “articulación, lo “acabado” de una pieza artística, tendrán apenas un “valor” muy relativo en ese gusto. Otras, distintas, serán las categorías que imperarán en él. Para empezar, como en el resto del arte popular, no debemos juzgar las particularidades sino el todo. Así, lo que desde una perspectiva “culta” sería apenas repetitivo, asumido desde adentro vendría una increíble gama de variaciones y diferencias, dadas a partir de los mismos temas y motivos. La misión de quien incursione, sin burla ni ironía en el gusto rocolero, sería justamente la de entender y explorar esas diferencias.
Aquel hombre, en la cantina, frente a la botella de aguardiente, escucha en la rocola una voz que le cuenta que un hombre, en una cantina, frente a una botella de aguardiente… El círculo es perfecto. Desde luego que sí, ya que se trata de un rito de identificación y reconocimiento. El hombre se identifica no sólo con lo que las letras le dicen, sino, además, sabiéndolo o no, con todos cuantos sienten como él…Hay, pues, un horizonte preciso que limita su mundo. Y que ciñe su gusto. Lo que está fuera de él le llegará de lejos y no será, para nada, su arte. De este modo, no importará tanto el escenario real y concreto de la cantina. Ella es una sede simbólica. Tal y como lo son los “lugares comunes” de la música rocolera: las traiciones, las madrecitas santas y demás. Esos símbolos pertinaces convocan a todo un grupo humano que por sobre las diferencias obvias, al reconocerse en ellos se reconoce a sí mismo.
Un joven dice: “tal vez mi gusto por esa música sea hereditario: a mi abuelito le gustaba, a mi papá y a mis hermanos también les gusta”. Las opiniones de sus amigos no se hacen esperar: “-me gusta porque refleja el dolor de una persona. -Me gusta porque viene de experiencias vividas por un compositor o intérprete, o el público hacia la que va dirigida. -Porque las letras de esas canciones son parecidas a la vida. -Porque los realizadores de esas letras han pasado por esas cosas. -Porque expresan el verdadero sentimiento de nuestro pueblo, sus penas, alegrías y vivencias cuotidianas…” Como se ve, los reenvíos son múltiples: el “gusto” rocolero traza conexiones seguras: de un oyente a su familia; de un camarada a otro, de la realidad a la composición; de la letra a la música; de la emoción (“el verdadero sentimiento”) a sus expresiones más puras. Conexiones. Correspondencias estrictas. El ámbito de la rocola se define mejor aún si consideramos sus medios de comunicación naturales: el ya mencionado disco de 45 rpm y, sobre todo, ciertas emisoras que transmiten en onda corta (AM). Hay una barrera imaginaria que separa la frecuencia modulada (FM) de la banda AM. En la primera domina la música norteamericana y la de los cantantes consagrados por un público mundial. En la onda media, en cambio, y en esas precisas emisoras, campea el gusto popular. En la banda de FM la clase media sueña con lejanías y remotos esplendores. El espectro social se reproduce y proyecta, pues, en el espectro de las ondas hertzianas. En el interior de cada clase (y sus sectores aledaños), operan cerrados sistemas de exclusión y reconocimiento. El gusto popular busca armar, como el otro, a su manera, los suyos.
Arte popular y arte culto. La drástica diferencia no ha existido siempre. Más bien correspondió al momento en el cual “la conciencia feliz” de la razón burguesa, pudo proyectas, de forma totalizante una misma matriz discriminadora en todos los niveles de la vida. No es un azar que ahora, que esa “conciencia unitaria” se resquebraja, los grandes artistas vuelvan la mirada, en busca de vertientes frescas, hacia el arte popular. No se trata solo de los grandes músicos. Escritores de la talla de Borges, García Márquez, Asturias, han indagado esa riqueza prohibida para una buena parte de enajenados y olvidados colegas. Por desgracia, el subdesarrollo tiene sus complejos y encuentra siempre la manera de justificarlos: la misma buena señora que sabe de antemano que la película “Amadeus” (sobre la vida del músico Mozart) es genial, o que vibra de emoción, sumida en su perfume y sus galas, en el estreno (ligeramente retasado en su ciudad 133 años) de una ópera italiana, y que en otro momento disfruta de las empobrecidas canciones de alguna estrella internacional, encontrará “cursi” todo lo que del pueblo provenga. Pero, demasiado lo sabemos, tales estremecimientos y rechazos, nada tienen que ver con el arte.