El muchacho regresó más que derrotado, apaleado por un boxeador que lo había superado ampliamente, tanto en lo técnico como en lo psicológico. El reportero, el único de su gremio que quiso hacerle una entrevista, se acercó a su casa. La abuela del chico, con el rostro apagado por la tristeza, le abrió y lo hizo pasar. El reportero lo había descubierto cuando limpiaba zapatos en la plaza central y recordó la noche en que él lo sorprendió drogándose con pega en uno de los portales, al lado de la catedral. Había sido él quien lo había acompañado a casa y lo había convencido sobre la importancia de intentar un salto en su vida. Al día siguiente, el reportero lo llevó a ver al entrenador de boxeo que había sido su amigo de la infancia y le encargó al muchacho. La alimentación y lo que se necesitara correrían por su bolsillo, les dijo. Muchas tardes el reportero se dio tiempo para escapar de las obligaciones del hogar e ir a ver cómo el chico le pegaba duro al saco de arena como si fuera alguien odiado.
Mes tras mes constató cómo su protegido se destacaba entre los demás boxeadores por su fiereza más que por su técnica. Había sido esa rabia interior la que lo había mantenido en pie mientras era apaleado en las olimpiadas. El reportero quería redimirlo, aun en la derrota, quería que el mundo supiera de su espíritu de superación mezclado con su rabia, con su desesperación, pero el muchacho no quiso decir nada. El reportero decidió inventarse la entrevista, hacerle decir lo que éste podría haber dicho si alguien le hubiera enseñado a expresar lo que llevaba en el alma. La entrevista salió a la semana siguiente y, de inmediato conmocionó al público. El muchacho ni siquiera la leyó en ese momento, pero para su sorpresa, pronto empezó a recibir ayudas y palabras de aliento de todas partes.
Cuatro años más tarde, tras una jornada inolvidable, el muchacho regresó al país con una medalla de oro colgada del pecho. El reportero fue a entrevistarlo otra vez pero, como era de esperarse, se encontró con una multitud de periodistas connotados rodeando al campeón. El muchacho vio al reportero desde lejos y, aunque éste quiso negarse, lo hizo pasar al podio. El viejo reportero, acaso por primera vez, estaba amedrentado, sin saber qué decir. El muchacho se dirigió al público y dijo con una soltura que admiró a todos: como se dieron cuenta, durante la pelea por la medalla de oro, estuve a punto de caer a la lona en el último asalto. Hace años resistí por pura rabia, no quería darle esa satisfacción a la vida, pero en esta última ocasión, lo que me mantuvo en pie fue la confianza de este hombre en mí, el recuerdo de sus ojos mirándome como ustedes me miran ahora, como un campeón antes de que yo siquiera soñara con ser uno. Por eso quiero decirles que más de la mitad de esta medalla le pertenece a él. Pregúntense nada más cuántos niños, cuántos jóvenes están esperando que ustedes los vean así para que ellos se animen a desplegar sus alas…
Sin saber qué más decir, el campeón y el reportero se abrazaron emocionados. Solo entonces el reportero se animó a revelar al oído del campeón una verdad que le había quemado por dentro desde hacía tiempo: soy tu padre, le dijo con voz temblorosa, sin darse cuenta de que el micrófono esparcía su revelación por todo el salón. El muchacho se separó de él y mirándolo a los ojos le respondió: siempre lo supe, la primera vez que vi tus ojos, fue como si me mirara en un espejo.
Ilustración: Pintura de Guerrero Medina