Un despertar kafkiano, me siento como un insecto. Día lunes de trabajo forzado. Un cielo encapotado amenaza un día aciago. Hoy no hay sol de aguas, hay tormentosas nubes de lluvia que se abalanzarán desde el sur y derramarán un diluvio sobre la ciudad, sin la menor piedad. En la tele, una vehemente presentadora de noticias, entrevista al edil burgomaestre y sonríe, mientras el invitado habla con brazos en aspavientos y repite una línea discursiva con frases de clisé de un guión preestablecido, sin embargo repetidas con genial memoria. La presentadora, generosa regala el micrófono al invitado para que éste ensaye una respuesta a su pregunta nada espontánea: señor alcalde, según las encuestas usted ha subido en popularidad porque fue uno de los primeros en responder con ayuda a los afectados por el terremoto. El edil sonríe con una sonrisa preestablecida y sobredosis de modestia, responde que efectivamente envió técnicos municipales a colaborar con el restablecimiento de servicios básicos. En seguida, sin mediar pregunta alguna, ensaya una retahíla de recomendaciones para enfrentar la emergencia. De la entrevista queda la sensación que el edil burgomaestre tiene el don de la ubicuidad, de estar aquí y estar allá. La entrevistadora le da concluyendo que él se adelantó al gobierno en llegar con ayuda a la zona del desastre. El edil burgomaestre sonríe. Da la impresión de ser un alcalde de algún pueblo afectado gravemente por algún terremoto, por los detalles que argumenta.
Entonces me lanzo, peatón empedernido, a la calle. Me cobija el cielo encapotado y los primeros goterones empiezan a caer. Nohaycielocomoeldemiquito, pienso, de clima amenazante pero cambiante, como las mujeres, suelen decir los quiteños. Peatón bajo la lluvia, busco una parada del trole en la calle principal de la ciudad. No encuentro la parada, en su lugar una base de cemento se deja ver entre los plásticos que recubren el área. Tampoco hay la parada provisional en el área donde se acostumbra tomar el trole en este punto de la ciudad. Me acerco a un policía de tránsito que al parecer se molesta con mi proximidad acuciante. Me recibe con mirada furibunda, mientras sopla un pito que da un silbato agresivo mientras salpica saliva, haciendo caso omiso de mi intención de preguntarle por el lugar de la parada del trole. A unos pocos metros de distancia, otros dos policías de tránsito pitan al semáforo que está en rojo, y en flagrante contradicción con la señal de la luz, arrean con las manos en aspavientos a los cientos de vehículos que transitan por el lugar y que no atinan a quien responder: al policía o al semáforo. Pienso en el pico y placa que ya no hace efecto en mitigar la congestión vehicular de la ciudad, sea porque la multa es más permisiva que antes o porque el aumento del parque automotor con crecimiento del 12% anual rebasa la predicción sobre los 650 mil vehículos que circulan en la capital. Me pregunto, peatón empedernido, cuánto cuesta el esfuerzo de los policías metropolitanos de tránsito que en aspavientos tratan de hacer circular a la masa vehicular de la ciudad. Se sabe que los salarios desde que el Municipio asumiera la planificación y control del tránsito y transporte en las vías de la ciudad, el sueldo de un agente asciende a 775 dólares mensuales. Me pregunto que hacen tres agentes juntos pitando a los semáforos en las principales vías de la capital. Un dato de investigación de hace un par de años, confirma que, según lo previsto por el Cabildo, 1200 Policías Metropolitanos se desempeñarán como agentes civiles de la Agencia Metropolitana de Control de Tránsito, que reemplazará a la Policía Nacional. Los jefes del nuevo cuerpo tendrán un sueldo de 1.020 y 1.800 dólares. Con estas previsiones, la nueva entidad requerirá un presupuesto de por lo menos 10 millones de dólares al año solo para cubrir salarios. Un informe presupuestario municipal confirma que hasta el momento se ha invertido cinco millones de dólares en capacitación, sueldos, adquisiciones de equipos y logística con las que operan los primeros 436 agentes.
Cuando despierto de mis disquisiciones a ritmo de los pitazos, decido buscar un bus normal, no del circuito del trole. La parada de buses se encuentra a una cuadra de distancia que recorro caminando en silencio, con el ánimo en descenso aunque todavía es muy temprano. La lluvia ha redoblado su furia de agua y viento. En pocos minutos la ciudad empieza a inundarse, los conductores ya no ven los huecos en las calles, y los carros caen olímpicamente salpicando agua lodo por doquier. Pienso en el edil burgomaestre reconstructor, y me pregunto: por qué no mando un equipo de bacheo con la misma urgencia conque actuó después del terremoto. Haciendo piruetas bajo el aguacero llego a la parada. Un mozalbete flacuchento, vestido con ropa costeña y zapatos deportivos semidestruidos, habla solo, o mejor, repite cifras, como letanía: 12 que va de la 10, ocho que va de la catorce. Suba, suba, pero deje bajar primero. Extiende la mano y la controladora del bus le da una moneda que, sumando de centavo en centavo, constituye su esmirriado sueldo. Cuando ingreso al bus, me dice: suba mi rey. No soy un rey, pienso, apenas un peatón empedernido. Me pregunto para qué hay muchachos dictándole a los choferes esas cifras. Muy simple, es el tiempo que lo separa de su antecesor que pasó por el mismo lugar hace pocos minutos. Así regulan la velocidad de los buses que, obviamente, es más que tediosa. Subo al bus y la controladora no me recibe los 25 centavos, me dice que me cobrará a la bajada. Avanzo por el pasillo entre empujones y pisotones, me instalo atrás en el espacio donde no hay un asiento. Escucho los pitazos de los policías en el siguiente semáforo y empiezo a contar en cada esquina, al ritmo de pitos y bocinazos, las paradas que no se ven a través de los vidrios empeñados del bus.
El bus frena bruscamente y luego del desconcierto, empieza el concierto de un niño de 8 años que canta un corrido mexicano, con una letra tan lastimera como todos los corridos de los charros. El niño, luego de la canción, ofrece unos caramelos porque no me he subido solo, y se estarán preguntando cuanto le cuesta cuanto le vale. Un discurso copiado de otros similares a tantos vendedores ambulantes que parecen estar adiestrados por alguien para ofrecer su mercancía y luego lanzados a las calles a ganarse una vida perdida desde el nacimiento. El niño recoge unas pocas monedas que le dan los pasajeros y deja el lugar a un hombre no vidente. El ciego parpadea y pide a las damitas y caballeritos por favorcito cualquier monedita, soy un pobre cieguito, impedido de encontrar un trabajito. El ciego la ve negra en el bus porque nadie le da una moneda. En su lugar sube ahora un negro de aspecto costeño y desgarbado y dice: señores pasajeros no he venido a robarles ni hacerles daño, pero salí ayer de la cárcel y necesito comer, no he venido a robar sino que ando trabajando. Hoy por mí, mañana por ti, una moneda no le hace rico a nadie ni tampoco pobre. Cualquier monedita sirve, panas. Nadie regresa a ver al negro, pero al fondo del pasillo alguien le da una moneda. Cuando pasa a mi lado sonríe una mueca indescriptible y agradece recordando, no ven yo no vine a robar.
Afuera llueve torrencialmente, el bus da tumbos entre charcos de los huecos de las calles convertidas en ríos. El bus se detiene al ritmo de los pitazos y sube un payaso gordo de rostro pintarrajeado, pantalones colgando de un suspensor de tirantes, sobre la camiseta roja, y con zapatos circenses color amarillo. Echa una mirada a los pasajeros y sonríe con una mueca triste y se lanza la historia de un niño suyo que tiene leucemia, y que por eso se ve obligado a trabajar en los buses con el fin de reunir dinero para las medicinas. Creíble o no, la historia es autenticada por su propio autor: yo no vengo a contar historias falsas de falsos dramas, yo soy un profesional de la risa, pero cualquier ayuda, en serio, vale. No tengo que inventar historias porque soy un payaso profesional, no un cuentero de la calle. Su historia concluye con una par de frases irónicas sobre la vida y una soterrada crítica al gobierno, al cual identifica aludiendo al que sabemos. Ni ríe ni provoca risa. En mi fuero interior una sensación de lástima comienza a bullir como agua sucia. El payaso saca unas estampitas de la Virgen del Quinche que reparte entre los pasajeros, mientras les recuerda la palabra de Cristo. Pero no soy predicador, dice, soy profesional de la risa. Recién arranca una pálida sonrisa a un pasajero. Él es uno de los vendedores-predicadores-promotores de mil cosas que suben 40 o 60 veces al día a cada bus. Son como soldados de un mismo ejército. Se acompañan y se apoyan, se pasan información y se enseñan las mañas del oficio. Ellos decidieron no ser ladrones. Lo repiten todos los días. Prefieren vender dulces, maní, esferos, incienso, pulseras, pequeños libros o cantar por unas monedas en los buses quiteños No existen estadísticas, pero alguien cierta vez calculó que son más de mil personas. ¿Existe una ordenanza que regule este tipo de comercio en los transportes municipales? La respuesta tiene dos explicaciones: la presencia de comerciantes ambulantes responde a la voluntad misericordiosa del controlador del sistema de movilización municipal o, caso contrario, el comercio practicado por minusválidos en buses municipales refleja una política metropolitana. Lo curioso es que esa práctica incluye al trabajo infantil, del que tanto se ufanan las autoridades de estar haciendo desaparecer en una capital que todavía tiene niños explotados por adultos que los obligan a transar mercancías callejeras.
El bus se detiene nuevamente, afuera un concierto de pitazos anuncia la nueva esquina. Deduzco, sin ver hostia, que falta poco para bajarme. Oprimo el botón del timbre, que en realidad es un interruptor de luz roja que pende sobre la cabeza del chofer. Timbro, o mejor, ilumino y el bus no para. Grito gracias, el bus sigue y cruza la transversal. Le dejo pasando la parada, me dice el chofer. Su voz se pierde en el rumor de una ciudad febril, y a esta hora también hostil. Bajo del bus y me quedo parado junto al semáforo. Me guiña un ojo rojo. El policía se acerca y le pita a boca de jarro con todo y salivazo. Pienso en nuestra querida ciudad, febril, pero optimista, ya que en sus mejores tiempos se decía a sí misma una ciudad para vivir. Chévere debe ser fungir de edil burgomaestre en esta ciudad. Al fin y al cabo, se cuida solita, palpita al ritmo exasperante de su propia congestión, aguanta demenciales aguaceros y se encharca, calle a calle y hasta en los zaguanes. Como peatón empedernido sentí alivio, tenemos un edil burgomaestre reconstructor en caso de que la veleidosa naturaleza venga a mover peligrosamente el piso a sus habitantes, transeúntes y sedentarios. Al fin y al cabo somos, nada más, empedernidos peatones de una ciudad que cobra vida en cada esquina.