Leamos entre líneas. Nos encontramos subiendo una escalera de caracol, con los ojos cubiertos por gruesos y negros antifaces. Esta ceguera intencional ha convertido mi cuerpo en un desconocido objeto vacilante; absolutamente indefenso. En este “viaje a la oscuridad” los guías nos explican que debemos colocar nuestras manos sobre los hombros de las personas que están delante de cada uno de nosotros. Formamos una cadena de seres dependientes, capaces de apoyarnos los unos en los otros. Algo semejante a lo que podría suceder allá afuera, en el inefable mundo de la luz; si la solidaridad pudiera ser algo más que una de tantas utopías.
Ha comenzado a llover. El sonido del agua se filtra desde un lugar alto que no podemos ver, pero que resuena sobre nuestras cabezas. Llueve como si se acercara el fin; como si el agua lo estuviera arrasando todo. Regreso a los inviernos de la infancia, recuerdo el estribillo amenazante “se va a caer el cielo”. Pero en seguida, un rápido mecanismo de defensa me pone en la realidad: aquí el cielo es solo un cielo raso y el agua meramente un sonido. El ruido de la lluvia ha cesado y ahora en su lugar se escucha el angustiante sonido de un estetoscopio, sobre un corazón lento que palpita, se calla un rato y vuelve; para luego acelerarse a decibles de locura, y nuevamente callar… pienso en la estrategia de un “Corazón delator” que se adelanta, a la propia escenificación de la obra.
Continuamos ascendiendo y cuando calculo que deberíamos estar en un tercer o cuarto piso, el señor en el que me apoyaba desaparece. Y de pronto mis manos quedan en el aire, pierdo mi referente de orientación y hasta temo que la grada haya concluido abruptamente. Me detengo y detengo también a los que vienen atrás. Nadie dice nada. No hubo un grito de caída… Reflexiono ¿y si esto se hubiera salido de control? Estoy tentada a quitarme por un momento el antifaz, pero me sereno y supongo que todo tiene que ser parte de este experimento. Entonces me habla una suave voz de hombre y me dice que no debo preocuparme, que todo está bien, que por un momento no tendré en quién apoyarme… pero que espere ¡Le ruego que no me deje sola en medio de la nada!, el pedido resuena demasiado dramático, me avergüenza, sé que exagero, y hasta puedo imaginar risitas, en el rostro de los más jóvenes. El hombre de la voz suave también se ha ido, aunque regresa en un momento más, para guiarme tomada de las manos. Me explica que ahora deberé agacharme, porque accederemos a un lugar donde la altura es diferente, insiste en que no tenga temor y que reconozca un objeto que está a nivel de mis rodillas. Obedezco, y luego de bajar un escalón, con la cabeza inclinada, busco a tientas, tratando de encontrar a ese nivel, lo que el hombre de la voz suave me pide. Y en efecto encuentro algo de forma cuadrada y hasta puedo sentir su textura tapizada. Le pregunto si el objeto tiene espaldar –con la inquietud de que en este mundo oscuro las cosas no correspondan a las necesidades comunes– Me dice que sí. Lo compruebo y me desplomo sobre la silla. Descanso y tomo aire, a sabiendas de que la próxima experiencia podrá ser aún más aterrante.
!El terror… la anestesia del terror! Todo parece minuciosamente calculado para hacer que vivamos esa sensación que puede desquiciarnos y a la vez salvarnos de las aguas mansas de la rutina; de esas preocupaciones, que nos consumen a diario y de las que ellos saben queremos ser liberados. Por lo menos mientras dura la experiencia teatral.
Además es necesario que ensayemos un camino por estos lugares, desconocidos, ocultos, desprotegidos, en los que hay que estar siempre en guardia y por donde transitan tantos seres humanos sin soles ni linternas, que sin pertenecer al mundo de la ficción han tenido que adaptarse para sobrevivir en una realidad que apenas pueden vislumbrar y donde la vida está contenida entre las móviles paredes de la oscuridad.
Ahora se escucha nuevamente en el invisible escenario, el sonido del agua torrencial escurriéndose desde lo alto de alguna loma, mientras un grillo canta con un agudo y chirriante sonido de metal. Y se hace un nuevo, prolongado silencio que me permite pensar en los otros espectadores con los que comparto este sombrío auditorio. Trato de dar forma a esos rostros que contiene la oscuridad. Sé que son los mismos –en su mayoría jóvenes– que hacían cola antes de subir por la escalera. Quiero recordarlos, para poder tener alguna representación de los seres que me rodean en esta oscura nebulosa. Siento que estoy a un paso de oírlos respirar y pienso que ni siquiera puedo calcular a qué distancia me encuentro del más próximo; aunque sé con certeza que si extendiera mi mano podría toparlo. Pero no está previsto ningún tipo de acercamiento. La oscuridad, el silencio y estas presencias equidistantes son el escenario mismo, y el misterio de este teatro en sombras. Hago trampa y miro por un momento sin el antifaz, pero la oscuridad es doble; hay otra oscuridad detrás de la anterior y no existe ningún vestigio de luz.
Sigo sentada en mi silla, rodeada de enormes masas negras, como mares. Y la obra de Poe comienza en un escenario que no tiene ni principio ni fin, solo oscuridad, y el loco lanza carcajadas; terribles carcajadas que no me conmueven. Parece estar sobreactuando –nunca se sabe si un loco lo hace– y habla de cómo mató al Coronel, y de cuánto lo odiaba porque tenía que servirle, y de la manera en que serruchó sus huesos para poder ocultarlo debajo del piso, y desde donde rodó su ojo maldito, hacia la enorme oscuridad, sin nunca más ser encontrado…
Mientras tanto, el corazón delator se ha vuelto autónomo, y camina a zancadas por la sala en penumbra, con su aterrador sonido de diástole y sístole.
En un momento el loco, o alguien tan loco como él, pasa por un lado empujando mi silla, mientras una mano que también sale de lo oscuro, me golpea en la espalda, sin mayor fuerza. Reflexiono y me pregunto… ¿qué no irán más allá de eso? ¿Qué no habré pagado para que me hagan daño? Ahora mismo, el actor, protagonista, que a estas alturas ya mató al coronel y lo ha sepultado bajo las tablas del piso, debe estar mirando –solo él– entretenidísimo, con su cámara de luces infrarrojas; como ésta asustada señora permanece acurrucada, con la cartera cubriéndole la zona del corazón y la del abdomen, con la cabeza agachada y los pies escondidos dentro de las patas de la silla, por si acaso el loco tropiece nuevamente con ella.
No logro embarcarme totalmente en la historia. Mi propia oscuridad es más fuerte que la obra de teatro; que su farsa brutal. Y supongo que en la vida real puedo hacer lo mismo: permanecer en mi silla, mientras los gritos y el dolor no logran conmoverme… porque yo estoy segura, porque pago para que los golpes no me lleguen. En este punto, es posible que la obra de teatro cuente con otros actores: cada uno de nosotros mismos, interpretando y viviendo de diferente manera esta experiencia. Se me ocurre incluso que podríamos contribuir a aumentar este escenario de terror y ser parte viva de la representación, dejando escapar de nuestras gargantas, como el pitido de una olla de presión –de muy lento a tremendamente fuerte –, nuestros miedos acumulados ¿Se imaginan un oscuro teatro, en donde los espectadores junto con los actores, pudieran emitir al unísono, los distintos sonidos de sus miedos? Pienso en Saramago, en su ensayo, en la oscuridad que puede redimir al mundo: denunciando sus pústulas encubiertas por imágenes coloreadas. O descubriendo la belleza, que no revela la luz.
Los asistentes procesamos de distinta manera esta puesta en escena del cuento de Poe. Mientras en el invisible escenario que abarca toda la sala, la obra parece llegar a su fin, y entra la policía, tratando de resolver el drama, sin que el coronel ni su macabro ojo hayan sido encontrados. Se prenden las luces y los que venimos de atrás podemos ver que, había sillas colgantes para los espectadores más jóvenes ansiosos de fuertes vivencias, que aún se balancean en un escenario sellado y cubierto por papeles negros; para que la experiencia sin luz pueda ser total.