Cuando llegues a viejo, defiende lo que hayas conseguido. Hemingway.
Esto pudo haber empezado cuando tenía cuatro años y mi madre me sentó frente al alfabeto castellano impreso, en una cartulina de hilo, con grandes caracteres negros. O quizá a los diez, cuando una niña inolvidable me explicó, por fin, cómo nacíamos; o a los doce, cuando me puse a teclear en una flamante Hermes Baby para escribir un cuento a lo Chesterton y durante días no pude pasar de la primera palabra. O quizá, de nuevo, a los cuatro o cinco años cuando, en las luminosas tardes de mi infancia, mientras papá, el obsesivo consultor de diccionarios, y el tío se habían marchado a sus oficinas, la abuela, la tía abuela, la tía y mamá, luego de cumplir, en el oratorio, los rosarios y letanías y otras oraciones más familiares, se turnaban en la lectura de las novelas de Alejandro Dumas, padre, y una serie de 25 tomos, también de mosqueteros, llamada Los Pardayllan. O pudo ser después, en plena adolescencia cuando, gracias a la muy bien surtida biblioteca de un tío masón y comunista, leía como un poseído poemas de Neruda, Vallejo, Darío, y Los miserables de Víctor Hugo y el Huasipungo de Icaza y el Jorge Amado de Los tiempos ásperos y Los capitanes de la arena. O, en esa misma época, cuando publiqué un par de sonetos “filosóficos” en un diario y le escribía versos a lo que encontrara cerca: a un gato llamado Retazo, al verano, a un árbol de nogal, a una niña anoréxica -diríamos ahora- a la que nunca, por pura timidez, logré acercarme; o cuando me hice militante clandestino de la juventud comunista y aprendí a mimeografiar periódicos estudiantiles en plena dictadura militar; o cuando fui expulsado de la JC, nada menos que por mis simpatías hacia la naciente revolución cubana y me sentí nada menos que en el aire, sin ninguna verdad contundente que defender, en todos los sentidos de la palabra, y no me quedó otro camino que sumirme en la lectura de Sartre para tratar de encontrarle algún sentido a eso, la existencia, que el mismo pensador decía que no lo tenía a menos que uno mismo le diera alguno, escogido a libre voluntad.Pudo ser en cualesquiera de esos momentos que renacen, cada tanto, como postales amarillentas, en los baúles de mi memoria: en todo caso, sé que empezó antes de que diera un giro brutal a mi destino previsto y me enrolara en esa suerte de guerrilla literaria que fuera el grupo Tzántzicos, muy hecho al modo de tantos otros que proliferaron, entonces, en toda Latinoamérica, con sus textos irreverentes y sus revistas de extraños nombres: El Techo de la ballena, El corno emplumado, La Mufa, El escarabajo de oro y la quiteña Pucuna.
Digo esto porque mi ansiedad literaria, y no tengo clara la palabra justa, no sé bien si nació en un punto cierto de mi vida, o se fue formando, poco a poco, como una mezcla alquímica de lenta cocción hecha de elementos oscuros que, un buen día, cuando cumplí los 22 años, cuajó y decidió mi destino, esto que puedo llamar mi neurosis escogida, mi religión personal, esta rara, cada vez me parece más rara, actividad de traducir a palabras mi fragor íntimo, la desazón interior que me acompaña siempre y me obliga a inventar historias, a capturarlas en la escritura, a retenerlas en ella, a corregirlas sin término, con la fanática responsabilidad de quien sabe que le ha sido dada la posibilidad de enmendar sus sueños y pesadillas y concluirlos, a su gusto y capricho, para que dejen de ser formas nebulosas y evanescentes y adquieran algo como una carne, una consistencia terrenal y cálida, por fin un sentido que pueda transmitirse, conmover otro corazón, con los asombros, dulzuras, terrores y espasmos que se han agazapado, como asaltantes, en cada encrucijada de mi vida. Porque si de algo estoy seguro es de que, a esta altura del partido, debo admitirme más que como un escritor, como un soñador, o más bien un ensoñador profesional.
Porque, para vergüenza mía, también debo reconocer que los verdaderos momentos triunfales, que esta actividad me depara (o habilidad, si lo es, o simplemente, esta auto condena o trabajo forzado que es para mí la escritura), ocurren cuando, sin previo aviso, me sobrevienen, como eclosiones, las ideas, muchas veces abstractas pero nítidas, luminosas como rayos, de lo que luego, tiempo después, se transformará, con suerte y mucho trabajo, en un cuento o una novela.
Es la euforia total. Como la de gritar un gol pero antes de que empiece el partido. De pronto, me siento como un idiota feliz que se cree un genio que escribirá, torrencialmente y sin ningún esfuerzo, lo que nadie ha escrito antes. Son unos segundos, un minuto quizá, cuando más unas horas, pero esa descarga, diría, orgásmica, adrenalínica, macrocósmica, que ocurre en mi interior, no tiene mucho que ver con el esfuerzo y las incertidumbres que vendrán luego, cuando componga el texto hecho de unas palabras que nunca las sentiré del todo mías ni muy logradas o, con más esperanza, que serán mejorables.
O sea, que imaginar y escribir no siempre son la misma cosa. Y aquí viene la primera confesión: para mí, escribir es reescribir; escribir es corregir. Pues debo reconocer que si bien la actividad imaginaria me es absolutamente natural y placentera, la de escribir me ha significado un largo aprendizaje que, aparte del estudio de las reglas más elementales de la ortografía y la sintaxis, por propia cuenta, desde luego, pues siempre desconfié de las enseñanzas de los profesores, ha implicado también otras adquisiciones menos obvias: el cultivo de la mirada, de la intuición, de la curiosidad, del conocimiento forzado de las historias y las intimidades sicológicas de los otros, con métodos no siempre ortodoxos, como supuestas lecturas de manos a damas sensibles, o súbitos interrogatorios impertinentes a contertulios a veces desconocidos, fanfarronadas hechas con el único propósito de saber cómo mismo son los otros, cómo mismo es la realidad real, cómo mismo es la vida.
Digo que, por esos momentos exultantes, bien vale la pena vivir. Pero debo también reconocer que, en las horas previas a tales cortocircuitos gozosos, he sufrido, y esa es la palabra, unas depres a ratos explicables y otras no. Cuando lo son, es decir, cuando provienen de la vida, de los avatares tristes que nos ocurren a todos, en el centro de la angustia sé que, inevitablemente, una nueva iluminación, una súbita invención, una salida imaginaria, vendrá a salvarme. Igual ocurre si las depres son inexplicables: quizá restos de tristezas lejanas, jirones de algo que ya fue olvidado, quizá reacciones neuróticas ocasionadas por el clima, cosas así, la salvación imaginaria vendrá siempre para ubicarme, de improviso, en otra dimensión de la realidad: el fantástico mundo de lo imposible, de la pura ficción. «Ninguna desdicha atrapará al escritor», escribí alguna vez.
Y cuento estas intimidades, no sólo para explicar el modo en que se dan mis procesos heurísticos, en una ecuación que iguala o, más bien, sustituye la depresión con la euforia, sino para recordar aquello que ya nos decía Adorno, que el arte es también el lenguaje del dolor y, según mi experiencia, la mejor fórmula para exorcizarlo: un contra lenguaje del dolor. Y aquí inserto mi segunda confesión: creo que la literatura es un producto puro de la vida, la ciencia de la vida que decían los rusos. Y pienso que aquellos que lo niegan y afirman que literatura y vida no tienen nada que ver entre ellas, sólo tratan de ocultar, como en La carta robada de Poe, lo que ponen a la vista de todo el mundo.
La tercera confesión tiene que ver con mi especial manera de escribir, que es dispersa e irregular: trabajo en varios textos a la vez. Es como estar empezando siempre. La tarea de escribir se me viene, pues, como el desarrollo natural y obligado de aquello que si comenzó tiene que ser continuado y concluido. A veces me doy cuenta de que ese cuento o esa novela se han ido terminando solos. Sólo entonces me dedico a ellos, obsesivamente, para darles el remate final y corregirlos luego en busca de vacíos que deben ser llenados o aristas que deben ser pulidas. Por supuesto que no me hago cargo de esa dispersión ni me siento del todo culpable por sufrirla. Más bien la considero propia del mundo esquizoide que me ha tocado vivir.
Y hablando de esquizofrenia, viene sola mi cuarta confesión: la tendencia racionalista de mi literatura que, más allá de que me enfrente a temas realistas, como ocurre en Sueño de lobos o La Madriguera, o fantásticos como los de Divertinventos o El palacio de los espejos, reposa en una estructura, en apariencia al menos, de corte lógico, racional, y en un estilo a todas luces reflexivo. Tanta cordura, me imagino, debe ser sospechosa. Es como si se repitiera en mí, tardíamente, el sueño de los ilustrados: atrapar con la razón incluso lo inexplicable, invadir el terreno de lo oscuro con la cansada luz de la razón. Me siento, pues, por desgracia quizá, muy lejos del surrealismo y de lo mágico. Sin duda, es un rumbo elegido desde muy atrás. Y cuando estuve en riesgo de perderlo, cuando escribí un libro felizmente incinerado que se llamaba Cuentos para niños siniestros, bajo el feroz influjo, o mejor, embrujo, de Cien años de soledad, pronto me encausé, de nuevo, en lo que tenía metido muy adentro, el odio a lo no entendible, en una palabra: a lo que pareciese, aunque fuera de lejos, ilógico, vagaroso, onírico, inaprensible.
Sé bien que así me prohíbo vertientes y formas de la literatura que han demostrado sus riquezas en corrientes como el romanticismo, el surrealismo y en el realismo mágico, y quién sabe cuántas otras. Pero un artista sólo debe obedecer a su corazón. Un artista sólo cuenta con la honestidad para efectuar su trabajo de minero de sí mismo. Es decir, que sólo cuenta con algo que nunca será bien explorado: su gusto: el sistema de atracciones y repulsiones a las que debe ser fiel, pues ese gusto personal es el que orienta su obra, y en él se resumen su ética y su estética, su moral y su arte. El vasto mundo confiere a cada quien un corazón imperioso, decanta en él sus influjos y obtiene, a cambio, respuestas claras: el placer y el displacer, el gusto y el disgusto. De mí siempre obtendrá un amor desbocado por la posibilidad de entender y de explicar incluso lo absurdo y lo confuso. No en vano escribí alguna vez que «las mejores páginas de la literatura se han logrado en el ciego afán de explicar lo inexplicable».
Tal es mi gusto. Mi disgusto proviene del otro lado. Odio la sinrazón y su extremo: la locura. Y cuando la he abordado, como en el cuento Tren nocturno, lo he hecho de modo que el lector guarde distancias con lo que Lucácks llamaba «la conciencia estrecha» del (la) protagonista.
Y en este punto conviene la quinta confesión, también refugiada en lo más profundo de mi gusto literario: el amor desmedido por la vida, es decir, el odio, también desmedido, por todo lo que proviene de los territorios negros de la muerte. Soy un necrofóbico contumaz. Y creo que la literatura es el modo más efectivo para conjurar la muerte, para alejarla, para aplazarla. Sé que al final, el absurdo se impondrá siempre y ganará ella, la maldita. Pero, entre tanto, cuánto tiempo le habré robado, negándola en la imaginación, en la misma escritura, si la entendemos como debe ser, como un acto extremo de salvación y supervivencia.
Deberé explicarle a un hipotético e improbable lector, morbosamente atento a mis contradicciones internas, por qué, entonces, visito con frecuencia los predios de la sinrazón y de la muerte: ¿Por qué el protagonista de La Piedad, es un suicida? ¿Por qué también lo es el Sergio de Sueño de lobos? ¿Por qué el pintor de La Madriguera quiere morirse como el que fue para renacer como otro?
Trataré de responderle. Pasa con la literatura lo que ocurre con los antiguos mitos, tan bien estudiados por Lévi Straus, uno de los pensadores que he leído con más atención: son los términos opuestos los que los alimentan: la noche y el día, el agua y el fuego, la vida y la muerte. Elementos contradictorios que no pueden ser reunidos sino gracias a un tejido, un entramado, una trama que los enlace. Los mitos de las sociedades escrituradas se llaman novelas y cuentos, muchos lo han dicho ya. Me ocurre también a mí. No puedo exaltar lo que amo sin abordar lo que odio, sin construir puentes entre lo uno y lo otro, y esos puentes son, pues, también en este caso, mis relatos.
No hay, entonces, nada de extraño en un procedimiento que practicamos todos los escritores: enlazar la fascinación al miedo, el amor al odio, la vida a la muerte.
Lo que si me resulta aún misterioso en lo que escribo, y aquí me sobreviene mi sexta confesión, es aquello que aflora desde mi sique más profunda, desde el inconsciente más oscuro, y que me obliga a declarar, sin ningún control, lo que no había previsto, ni medido ni calculado mientras tramo, tengo que decirlo, cuidadosamente, mis narraciones, creyendo siempre, ingenuamente, que he logrado manejar todos sus sentidos y anticipar sus resonancias, los efectos poéticos y los mensajes que comunicarán al lector.
Iluso. Cuando publiqué Bajo el mismo extraño cielo, un atento lector me mostró dos constantes que se repetían en buena parte de esos cuentos y en las que yo no había pensado de modo consciente: la disolución de las relaciones familiares y la designificación, el vaciamiento de los contenidos religiosos, concretamente, del cristianismo: personajes que rezaban oraciones paganas u oficiaban ritos torvos; incluso que practicaban virtudes, como la piedad o el amor, que los convertían en homicidas.
Así comprobé que el escribir comporta riesgos impensados: hablar de lo que uno no ha querido y decir otras cosas, acaso más profundas, de las que nos proponíamos abordar.
Una de ellas tiene que ver, por supuesto, con mi compleja relación con el mundo religioso. Se entenderá que ésta es mi séptima confesión. De niño recibí una profunda formación católica que me marcó para siempre con un doble sello: el de la opresión íntima por vía de la Culpa, así con mayúscula, y el de la esperanza o, al menos, el de la necesidad de la esperanza que, como bien lo dijo primero Villers de Lisle Adam y lo repitió Borges (No de la espada, ni de la roja lanza: líbrame, sino, de la esperanza), puede también convertirse en un terrible tormento. Cuando no es así, cuando la esperanza es una salida imaginaria y, a la vez, el combustible de los proyectos más audaces (escribir un libro lo es), entonces se convierte en un tesoro, y en una amante elusiva pero recurrente. Digo que contraje el vicio de la esperanza y de la tan difícil búsqueda de la felicidad. Ella me sostiene como escritor y a ella me aferraré siempre. Junto con los otros valores, la fe (cualquier fe, la marxista inclusive), el sentido de la justicia, los profundos referentes del bien y del mal, de la verdad y la mentira, la considero una herencia de mi formación cristiana, el justo pago de la otra cara de de ese legado: el peso de las inquisiciones odiosas que entenebrecen nuestras almas con amenazas internas que conspiran en contra de nuestra paz. De modo que sí: hay en mi literatura una pugna no resuelta con el mudo religioso que no la puedo negar: en Sueño de lobos, cuando Sergio se ve perdido, quiere descansar en una iglesia que está cerrada; en La Madriguera, en igual circunstancia, el pintor llega a entrar en un templo y hasta quiere rezar oraciones que no recuerda; en un cuento que llamé Oscuro confesor, el psicólogo protagonista obliga a un sacerdote a escucharle una confesión nada ortodoxa.
Con lo cual arribo a mi octava confesión, relativa ésta a mi especial modo de trabajar mis ficciones. He dicho que escribo varios textos a la vez. Los cuentos constantes, la eterna y lenta novela de turno, el ensayo y la conferencia ya comprometidos, los artículos, las páginas catárticas no publicables, las presentaciones de libros, los prólogos, alguna vez el teatro, todos ellos son trabajos en curso. Algo nace en la imaginación, algo se anota en la libreta fiel, algo avanza, algo se está terminando. Creo que esta es la única manera de lograr un poco de frescura en cada párrafo de los textos que encaro todos los días. Allí se me muestra la escritura como costumbre y terapia. En la revisión de los trabajos pendientes, a medio hacer, consigo reencontrar la emoción inicial que los engendró: entonces los textos avanzan solos hasta cuando esa emoción se fatiga o debo abandonarlos para cumplir con las obligaciones alimenticias siempre tediosas.
Aquí debo abordar mi novena confesión, como todas, ya insinuada: la costumbre de trabajar mis textos en la mente, tanto como sea posible y la obligada planificación de cada uno de ellos antes de acometerlos en la escritura; si es cuento, prefiero que esté listo, con final incluido, en mi imaginación, antes de planificarlo luego, a veces con esquemas algo complejos; si es novela, entonces los diagramas y las maquetas me son imprescindibles porque me permitirán cumplir un plan al que trato de ser fiel aunque no siempre lo consigo: a veces porque, en la mitad del relato, se me escapa la emoción inicial y el final se torna confuso y habrá que guardarlo quien sabe cuánto tiempo, a veces años, hasta que una nueva iluminación me obligue a buscarlo y concluirlo; a veces porque algún personaje o motivo que al principio consideré secundario, exige una mayor atención.
Pero, en esta reseña, no quiero dejar cabos sueltos demasiado visibles y por eso debo aclarar aquello de «obligaciones alimenticias tediosas» que dije en un párrafo anterior.
Mención esta última, prosaica y mezquina, que alude a mi décima confesión: el papel que juega la vulgar economía en el mundo de mis personajes, todos, o casi, allegados a la clase media, tanto baja y muy baja, como alta: todos, o casi, limitados, en sus sueños, a veces desaforados; a veces modestos, por la realidad de sus trabajos mediocres, es decir, por su situación económica y social y nunca conformes con ella.
El peso de los conflictos económicos, es muy frecuente en la literatura. Recordemos a Don Quijote (…hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo…); al Rastignac de Papá Goriot de Balzac, al Jean Valjean Los Miserables de Víctor Hugo, al Raskolnikov de Dostoyewski, a Madame Bovary asfixiada de deudas; amén de toda la literatura del realismo social. Pero hay que aclarar que quienes empezamos a publicar al filo de los ochenta, asistimos a la feroz arremetida del neoliberalismo, que consagró el Mercado como medida de todas las cosas. Y que, no sólo en el ámbito económico, sino como matriz ideológica de pensamiento, vino a sustituir, de modo implacable y concertado, todo el discurso de izquierda que convocaba más bien los valores de la solidaridad, la equidad, la justicia, la revolución social, el cambio radical, la opción por los pobres de Juan XXIII, el Hombre Nuevo del Che, los asaltos a los cielos del poder capitalista; todo aquello cambiado por una nueva verdad que hacía de la concentración extrema y vertiginosa del capital -por la vía de las apropiación de los bienes del Estado y la desocupación forzada, llamadas, en el nuevo lenguaje: privatizaciones, ajustes y reformas- una nueva religión oficiada por economistas y tecnócratas sin alma, asesinos de escritorio los llamaron, expertos en justificar y programar atracos bancarios y operaciones visiblemente corruptas, con un lenguaje abstruso que fue aceptado, sin discusión, por los gobiernos latinoamericanos -recordemos a Salinas, Menem y Fujimori- y los grandes medios de comunicación masiva.
Si me detengo en el tema económico es porque ha condicionado el rumbo de buena parte de mi literatura con marcas que van desde la repulsión hasta la necesidad de comprender esos extraños cambios de conciencia que, en estos 20 años, han transformado a tantas personas en otras distintas que jamás soñaron ser: ese brusco tránsito ideológico y sobre todo psicológico, ha llegado a obsesionarme; por eso Sergio cambia de ex subversivo a asaltante de bancos y el pintor de La Madriguera, de hombre de sólidos valores éticos y estéticos al hombre vacío que traiciona la gracia de su arte y quiere convertirse en un simple “mercader”, la figura antagónica que ha odiado siempre. Por eso también escribí un par de obras de teatro: Vampiros, Adiós Siglo XX y algunos cuentos como Casza del Fantasma, De la Casa de Valores e incluso un libro de ensayos que buscaba explicar la aplicada supresión de los Referentes -así se llama el libro-; referentes culturales, históricos, construidos durante siglos sobre todo aquellos relacionados con los colectivos: Estado nacional, sindicato, seguro social y hasta familia, como con tanta lucidez lo señaló Pierre Bourdieu.
Porque el neoliberalismo afectó todas las instancias de la vida social y fue el marco adecuado -marco nada más, quizá pretexto ideal-, para que se produjeran los antes mencionados cambios de muchas personas «en otras distintas», mediante el oportunismo, o la venta de ideales, principios y valores que en su juventud creyeron sagrados.
Quiero insistir en este punto porque ya se habrá notado que corresponde a mi undécima confesión, pues quien se asome a mi literatura debe admitir que el tránsito de una conciencia a otra diferente de la que siempre fue es el tema que me obsesiona y entiendo que esa transformación, inefable, desde la pura razón ética, pero tan frecuente en la vida; o sea, en la realidad real, sólo puede ser explicada y analizada debidamente en (y por) la literatura, es decir, en aquello que más allá de los determinismos, pertenece, además, a ese imponderable que Graham Green llamó El factor humano.
Así que cuando algún amigo me habla con esas prestadas categorías del análisis literario, estilo la sintaxis del personaje y otras entelequias, no le rebato pero sonrío para mis adentros y pienso que el santo de Dostojewski que termina en criminal, o el noble de Tolstoi que se redime repartiendo su riqueza a los campesinos, son ejemplos ilustres que si mi amigo los pensara bien le ahorrarían comentarios arriesgados.
Y para empatar con lo mencionado anteriormente: creo que los hechos económicos; sea desde la desesperación o la codicia, son ocasiones ideales para que, crisis personales mediante, pues ningún cambio de esos ocurre sin dolor, un personaje venda su alma, muera como el que fue y trate de renacer como otro distinto.
Y para volver a cerrar este punto, desde una perspectiva distinta pero más personal, tengo que reivindicar una boutade que dije en una entrevista cuando era muy joven y declaraba mi intención de «hacerme» un escritor: que el problema económico que implica optar por un destino azaroso como el de todo artista, ya lo había resuelto en el momento de «elegir», en el más sartreano de los sentidos, lo que sería mi empresa vital: nunca sería rico ni haría nada por hacerme rico. Una clara manera de resolver mi futuro económico. Algo que, por desgracia para los míos, he cumplido fielmente en mi vida.
Todo esto me lleva de la mano a otra confesión: la duodécima: mi deseo de escribir una literatura inmediata: me explico: que capte el presente de manera que se sienta en ella el aire que respiro en el momento de escribirla: emoción, atmósfera, clima social y todos los elementos conscientes e inconscientes que se infiltran en un texto que trata de lo que de suyo parece inasible: el presente. O de una manera más exacta: «el presente de la época presente»; de la época, entendida como una burbuja de límites definidos en la cual se condensa un estilo de vida inconfundible: moda, música, hechos políticos claves, maneras del goce, del sufrimiento, de la alegría, de la vida y de la muerte y sus ceremonias. Hablo, entonces, de un presente que no se mide en días sino en años.
Por eso, Ciudad de invierno, de 1979, quiere reflejar el ambiente que vivió Quito en la década petrolera. Y Sueño de lobos, 1986, la época de la crisis de los ochenta y La Madriguera, la debacle económica fraguada en el 93, con la Ley de instituciones financieras y que terminó con el desastre bancario del 99 y 2000, y un temible cambio de siglo que no podremos olvidar, porque tuvo de todo: dolarización, caída de un gobierno, migración intempestiva de 2 millones de ecuatorianos y hasta erupciones volcánicas.
Esta otra auto imposición, o gusto inevitable que significa el tratar de ser contemporáneo en todo lo que escribo, explica también la renuencia que tengo a trabajar el relato histórico, es decir, a abordar desde la ficción los hechos del pasado. No me ocurre lo mismo con los temas del futuro, esos coqueteos con la ciencia ficción que hago en la serie de cuentos que bauticé como divertinventos, palabreja compuesta de divertimento más invento. La fuga hacia el futuro es sólo aparente. Creo que, en nuestra época, el futuro es lo que confiere sentido al presente. Es el presente. Y la ciencia ha pasado a ser una suerte de oráculo que más allá de su propósito de desentrañar los secretos del mundo, nos pone el futuro ante los ojos. Así que indagar en el futuro, es indagar en el presente. Por lo demás, la idea madre que justifica tales divertinventos es una: la inteligencia humana es un hecho consumado y definitivo y nada puede mejorarla. Así que cuando pretendemos fabular el futuro e inventar utopías sólo estamos repitiendo viejos sueños y arquetipos y hablando de otro modo de nuestro presente y, aún más, de nuestras ansiedades actuales; idea que se explica mejor en los prólogos de Divertinventos y El palacio de los espejos.
Y hablando de ideas, profiero, pues, mi décima tercera confesión: estoy convencido de que el escritor es alguien que tiene la habilidad de encarnar, con ejemplos concretos, tomados de la vida, lo que los filósofos y sabios piensan de manera conceptual y abstracta. Pero que, en el fondo, unos y otros quieren decir lo mismo aunque de forma distinta, algo más fácil de ver en los escritores europeos (detrás de Kafka, Kierkegaard; detrás de Proust, Bergson) o cuasi europeos como los geniales Borges y Cortázar que transparentan en sus obras, el idealismo más subjetivo (Platón, Berkeley), el primero, o la filosofía de Huizinga, el segundo.
Y estoy convencido, además, de una idea que la oí al profesor japonés Hidetaro Yoshida: la de que los pueblos que no han desarrollado grandes sistemas filosóficos, como los latinoamericanos (y el japonés, por cierto) encuentran en su literatura un refugio seguro para manifestar su pensamiento. Lo cual me lleva a concluir que en cada escritor existe, más allá de sus intenciones y posibilidades, un pensador encubierto, un filósofo embozado que muestra, lo repito, con ejemplos concretos, una cosmovisión, una concepción articulada, coherente, del mundo.
Mi décimo cuarta confesión: creo que esa “matriz de pensamiento” es el centro o núcleo de la Poética de un escritor; aquello que se reforzará, desde luego, con otros elementos armónicos venidos de su gusto -lo repetiré siempre-: experiencias, habilidades innatas y aprendidas, y muchos otros de carácter aleatorio de los cuales no siempre tendrá una conciencia plena, pero que le servirán para marcar sus obras, para volverlas reconocibles, para dejar su sello personal en ellas.
¿Cuál es, entonces, el núcleo de ideas que gobierna mi poética? Creo que es la pregunta más difícil que podemos hacerle a un autor. He tratado de contestarla, por partes, a lo largo de este texto, valiéndome de mis numerosas confesiones. Una manera simplona de mostrar la serie de dificultades que descartan lo que está fuera del territorio que considero mío, y la otra serie de preferencias que insisten en precisar mi gusto.
En otro nivel, y entre las negaciones aún no mencionadas, consta la poesía. Con dolor debo reconocer que no está a mi alcance. La considero un género sagrado que no debo profanar. Y, aparte de mis versos adolescentes, no he logrado escribir poemas. Quizá sea porque entiendo la poesía como un hecho del mundo que no debe ser explicado sino sentido, como la música. Hay una cabeza que sólo asocia, que no elabora discursos, que agolpa imágenes tiernas o violentas, que habla en claves secretas o ambiguas, que obedece a una estructura profunda, a veces invisible, y ésa, la del poeta, no es mi cabeza.
Curioso destino, el mío: estar condenado a sólo ser un consumidor de lo que tanto amo. La prueba es que tengo en mi memoria algunos poemas de Vallejo, Neruda, Guillén, Darío, Ernesto Noboa, Carrera Andrade, Raúl Arias y, modestia aparte, muchos más, que se me quedaron, ojalá que para siempre, pegados en ella, a veces de modo involuntario, gracias al violento impacto de su lectura; poemas o versos sueltos que recito para mis adentros, de tarde en tarde, como si fuese un monje embrujado que rezara, en silencio, sus oraciones heréticas más profundas.
Pero lo mío no es la poesía. Es la prosa. Y si tal evidencia pasa por mi décimo quinta confesión; la décimo sexta tiene que ver con esa creencia, ya anotada, de que el escritor y el pensador quieren decir lo mismo, aunque con lenguajes distintos, algo que puede verse con nitidez cuando los filósofos escriben relatos: Sartre, Camus, antes Diderot y Voltaire. Para mí no existe otra diferencia que el rigor bibliográfico y el grado de realidad/ficción que he puesto en cada uno de los géneros de la prosa que trato de practicar: si novela, cuento, ensayo, artículo, conferencia escrita, crítica, incluyendo en ella, ese género menor que es la presentación de libros. Todos ellos me demandan el mismo esfuerzo y, en general, están compuestos bajo el mismo esquema de construcción: el desarrollo más articulado que pueda lograr; es más: sinceramente creí que en La Madriguera explicaba, con ejemplos concretos, lo que ya había «ensayado» en Referentes; en el fondo, la relación entre la «realidad real» y su sombra, su peligrosa y fiel compañera de siempre: la «realidad virtual», ahora tan de moda gracias a la jerga informática y hasta diríamos posmoderna, pero tan vieja como los mitos fundadores de todas las culturas.
Esto no aclara mucho, por cierto, por qué la poética de un autor es o debe ser tan distinta de la de otro, como el iris de sus ojos, su propio rostro, o sus huellas digitales. Quizá una comparación se impone: al escritor le pasa como a los instrumentos musicales: hablando un mismo lenguaje, inclusive hechos para cumplir una misma escala sonora, su forma determinará su timbre y tesitura, es decir, serán la sumatoria de sus sonidos armónicos tanto grandes como muy sutiles, como el material de que están hechos, su edad, y también quien los toca. La diferencia poética entre los escritores se da justamente por la presencia de los “armónicos personales”, empezando por la ya mentada «matriz de pensamiento» y terminando por sus «tics» y obsesiones neuróticas, que añaden al instrumento verbal que han elegido o logrado ejecutar. A Cortázar lo reconoceremos no sólo porque es un genial prosista y un poeta deplorable, que hace del juego su gran tema, sino, además, por su estilo inconfundible, su sensualidad, su erotismo delicado, su musicalidad y desde luego por sus fobias, manías y gustos desbocados.
Salvando las distancias, como dicen, aparte de lo que apenas intuyo que es mi «matriz de pensamiento» y que trataré de resumir en el «credo» con el que cerraré estas confesiones, deberé abordar y no me queda más remedio, la décimo séptima : un «tic» personal propio de mis obsesiones sexuales: creo que siempre las he manifestado de maneras a veces encubiertas; a veces, demasiado explícitas, como en ciertos párrafos de cuentos y novelas y en los artículos, algo pícaros, que he publicado en revistas como Mango y Soho y hasta, en una ocasión, en un periódico de trabajadoras sexuales llamado Flor de Azalea.
Porque el sexo, desde las leves menciones al erotismo más ligero, hasta algunas páginas que, en otras épocas menos tolerantes o menos cínicas, hubiesen sido calificadas, con todo derecho, de pornográficas; el sexo, sí, siempre, pero, en el mensaje final de este modesto autor, aceptado como el verdadero espacio de la libertad y la alegría humanas, el lugar de todos los pecados y todos los ensueños; el espacio, casi siempre escondido, en nuestra sociedad, que no puede ser controlado -porque es imperioso y voraz-, sino por los cilicios de nuestras propias autocensuras.
Sexo violento como el de un cuento prehistórico que llamé La noche de las ratas, o el de otro: La persecución; sexo, a veces exaltado por la angustia, como el del pintor de La Madriguera; sexo triunfal y amoroso como el que profesa, el Maestro, un personaje de Sueño de lobos, con su Rosita; sexo tierno como el que conoce el pequeño protagonista de De la telepatía y otras imitaciones, un homenaje escondido al niño pornográfico que fui, siempre acuciado por una curiosidad incentivada por las censuras de una época en que la cigüeña todavía existía; sexo celoso como el de los protagonistas de Ciudad de invierno y De la genética y sus logros; o triste como el que asoma en De la grabadora de recuerdos o, incluso, ausente como el de la solterona de Tren nocturno. Siempre el sexo, aunque abreviado, o reducido, a las escenas imprescindibles.
La décimo octava confesión tiene que ver, en cambio, con el displacer: la política. Trataré de explicarme. El adolescente subversivo de los sesentas, subsiste en mí. El mundo me sigue pareciendo injusto y absurdo y muy digno de un cambio radical. En todos los planos de la vida. Y esa rebeldía obligada es una carga ideológica que la llevo como un compromiso moral que penetra -de un modo, a ratos, muy disimulado- todos los ámbitos de mi literatura. Creo que sería injusto, por cierto, reducir la palabra política al sólo espacio de las desigualdades y luchas sociales. Cuentan en ella, además, todas esas taras de la vida humana que, con un poco de razón y solidaridad podrían ahorrarnos tanto dolor y muerte. Creo, pues, en la compasión como una fuente política y literaria que me alimenta como escritor. Lo cual no es nada nuevo. Ya dijo el gran Nabokov: la literatura es arte más compasión. Y ahora, Layard, quien sostiene que la compasión ha de ser el gran tema del siglo XXI. En mi caso, asumo la compasión que me inspiran muchos de mis personajes (en 60 o más cuentos hay muchos personajes), con cierta distancia y recelo. No puedo evitarlo. Sé que sus vidas pudieron ser mejores con un poco de autodominio y lucidez. Pero sé también que no puedo hacer mucho para salvarlos.
El mundo en que viven los ha hecho así. Y, a lo sumo, me corresponde mostrar ese mundo de una manera que, en mis relatos urbanos, bordea el hiperrealismo. Me explico: el Quito de Sueño de lobos está expuesto tan minuciosamente como mis posibilidades descriptivas me lo permitieron. Y aún más, respeté el calendario de 1980, puntualmente: si digo que un día tal llovía, o que en el viernes 5 de diciembre hubo luna nueva, es que fue así. Con menos rigor hice lo mismo en La Madriguera. También en esa novela el escenario quiteño evoluciona, durante un año entero, con los eventos políticos, climáticos, sociales y demás que, en verdad, ocurrieron en el último cambio de siglo. Así puedo inventar las vidas posibles de mis personajes (un personaje es una vida posible), con la esperanza de que haya un lector que deduzca el mensaje final que quiero transmitirle.
En mis relatos fantásticos procedo al revés: suprimo los referentes inmediatos y ubico las historias en lugares muy lejanos y, para nosotros, algo exóticos. La idea es la de que así puedo dibujar mejor sus conflictos y deseos, dando por descontado que tales relatos, como ocurre con todas las utopías, no pueden ser soñados sino desde un lugar, éste, y un tiempo preciso: el nuestro.
De una y otra manera, sin embargo, el contenido ético y político que quiero transmitir (para mí son equivalentes estas palabras), es el de que la vida podría ser distinta si tan sólo nos comprometiéramos con los grandes referentes del Bien y el Mal, en la única escala en que pueden funcionar: La escala humana. Es decir: el Bien y el Mal entendidos no como entes metafísicos (que son fuentes de las injusticias y fanatismos más extremos), sino, al contrario, como las opciones muy reales y concretas, grandes o pequeñas, que nos impone la vida de todos los días.
Hasta aquí mi compromiso “dentro” de la literatura. Fuera de ella, puedo actuar de un modo más obvio: acerándome a las culturas populares, estudiándolas y, además, con mis opiniones directas acerca del devenir político dichas en esporádicos artículos, conferencias o declaraciones, medios de los que me valgo para decir mi palabra tantas veces inútil, como los textos que escribí en contra de la dolarización y el neoliberalismo y uno, último, muy ingenuo, acerca del papel de los intelectuales de izquierda.
La décimo novena confesión: trato de abandonarme a un estilo literario claro y directo, hecho de oraciones que cuando son largas me sirven para describir estados de ánimo vehementes y, cuando son cortas: para definir y sentenciar. Amo las oraciones yuxtapuestas y los cierres conclusivos. Amo, en los períodos largos, la sabiduría del lenguaje que nos regala, los verbos y sujetos necesarios para preservar una sintaxis completa, sin extraviarnos en ella, si somos dóciles a su secreta melodía interior. Amo, en las oraciones cortas, la posibilidad de la fuerza y la contundencia. Y, sobre todo, la posibilidad de lo súbito y sorpresivo. Odio los juegos gratuitos con el lenguaje, el sonido no justificado de las palabras y por eso evito las aliteraciones y las onomatopeyas.
Envidio, en cambio, lo que apenas, de cuando en vez, puedo conseguir como préstamos: las metáforas encadenadas de Nabokov, los adjetivos sumarios de Borges, la sensualidad de las frases de Cortázar, la luminosa eficacia del estilo aforístico de Kundera.
Amo los signos de puntuación cuyo manejo define los estilos literarios: las comas en Proust, los punto y comas en Borges, los puntos seguidos en Joyce y Beckett, los puntos suspensivos en Celine. Con las distancias obvias y ya indicadas, no me cuesta reconocer mi preferencia y, quizá, abuso de los dos puntos. Los disfruto. Los considero míos. Hasta imagino las frases que los permiten como diminutos cañones que disparan otras frases, a veces, cuando hay suerte, certeras como proyectiles, aquello que Mario Monteforte, generoso siempre, calificaba como explosiones, súbitas, intempestivas, sembradas en mis textos.
Y así, burla burlando, llego al final de este ejercicio narcisista que nos ha impuesto, ahora, este ya célebre encuentro de literatura, con la vigésima confesión: no sé para qué o para quien puedan servir estas confesiones; no sé si he sido todo lo sincero que quise ser; no sé si he logrado ser algo objetivo; no sé si algún lector, sepa lo que yo sé: que cada confesión excluye al menos un texto que no se ajusta a ella. No sé si estas páginas, que parecen dichas por un profesional de la literatura, cuando yo sólo me considero un mal aprendiz, eterno, además, de ella, pues entre los libros publicados y por publicar, apenas si paso de la docena de títulos, he conseguido, digo, dibujar el esbozo de una poética, a lo mejor esquiva.
Como prueba de esa insatisfacción y para remediar, o redondear todos los vacíos que he dejado en el camino, no me queda sino abreviar todo lo confesado y callado con una especie de credo personal:
Creo en la ansiedad que nos permite sentir la existencia, la vida palpitante y premurosa.
Creo en la incertidumbre que nos obliga a la fe y a la duda.
Creo en la desdicha que nos muestra como podríamos ser felices.
Creo en la Culpa que nos induce a la rebelión en contra de nosotros mismos.
Creo en la nostalgia de lo que no tenemos, de lo perdido, de lo no amado, comido, bebido, poseído, conocido.
Creo en la muerte cuyo fantasma nos permite la conciencia plena de nuestra vida breve.
Creo en la inevitable malversación de la vida humana, porque siempre el infinito mundo nos será excesivo.
Creo en la compasión —dije—, que nos impone el dolor de los otros como nuestro.
Creo en el dolor que nos enseña las maneras de conjurarlo.
Creo en las contradicciones que nos permiten desdoblar y multiplicar nuestras vidas.
Creo en una ideología que entienda que el ser humano tiene dos corazones: uno de lobo, depredador y solitario, y otro corazón grupal, gregario, propenso a la solidaridad. Creo que mutilar uno de ellos es fuente de tragedia.
Creo en el desamor que nos hace sobrevalorar el amor.
Creo en la superficialidad como el oxígeno necesario para quien ha sabido sumirse en las profundidades.
Creo en la pasión como una enfermedad mental que, por desgracia, por culpa del tiempo, tiene cura.
Creo en el vacío como un gran agujero negro que debemos llenar.
Creo —para terminar— en la literatura, oral y escrita, como la más alta, perfecta, sublime forma de la comunicación humana.