Como muchísimas otras cosas en mi vida, esto también comienza en una antigua casa del centro de Quito, mi ciudad, mi pequeño país que hasta hace poco tiempo ni siquiera se encontraba en algunos mapas. Nombre de línea imaginaria. Ausencia del mundo. Nosotros sabíamos quiénes eran todos. Pero casi nadie sabía quiénes éramos nosotros. Y fue ahí en donde alguna vez, hace lustros de lustros, quizá más de medio siglo, escuché por primera vez una canción con un ritmo alegre y movedizo, y una voz todavía joven que cantaba en algo que sonaba extremadamente familiar pero que no se entendía para nada. Andando el tiempo supe que el dueño de esa joven voz se llamaba Joan Manuel Serrat, que esa canción era una antigua canción francesa de Guy Béart que se llamaba, en francés, “Les souliers”, y en castellano “Los zapatos”. Pero ese raro lenguaje en el que se la cantaba se llamaba catalán, y en ese idioma el título de la canción era “Les sabates”. Aún ahora todavía no consigo explicarme cómo ciertas cosas vividas en la casa de infancia de mi padre tocaron tanto mi existencia, la marcaron de tal manera, y otras (el recato patológico o el catolicismo enfermizo) más bien terminaron provocándome un rechazo endémico.
Sin embargo no vamos a hablar de eso en estas líneas, sino de cómo ahí empezó todo. Ya he dicho en otras partes que en las tardes de mi infancia había música de Bach en la guitarra de Andrés Segovia, y tangos, muchos tangos, y boleros… Y ese Serrat joven y guapo en las portadas de algunos discos, muy difíciles de encontrar en la ciudad de entonces.
Por ahí comenzó mi afición por ciertos tipos de música. Afición que fue creciendo a lo largo de los años. En el colegio bailaba Gary Glitter, como todas, pero también escuchaba trova, canción de autor, y muy a escondidas seguía deleitándome con la música de concierto que ni siquiera a mi madre le llamaba la atención. Y luego, en los años universitarios, cuando la música era parte de una definición ideológica aunque después algunas canciones de aquellos trovadores hubieran sido secuestradas por una derecha que las usaba casi casi como manuales de autoayuda e intentaba pedestres explicaciones para demostrar lo indemostrable, seguí buscando canciones, cantantes, y otros me fueron encontrando por el camino.
Una de esas noches, mientras hacía deberes de la universidad y escuchaba la Radio Exterior de España en onda corta, llegó a mis oídos el anuncio de una canción en catalán interpretada por ‘alguien’ llamado Joan Isaac. La canción se llamaba “Barcelona, ciutat gris”. Eran los primeros años ochenta, lo recuerdo bien, más o menos por la misma época en que el maestro Julio Cortázar dejaba un mundo que no lo comprendía muy bien, el inicio de lo que después se llamó la Década Perdida. Escuché la canción con atención, pero como en aquel tiempo la satisfacción de los caprichos estaba marcada por la fugacidad y los minutos no podían atraparse ni siquiera en una grabadora de casetes porque mi radio de onda corta no tenía, la canción se terminó y se fue, aparentemente para no volver más. Me gustó. Qué sabía yo que el tiempo no solo me devolvería la canción, sino un regalo mucho mayor y más bello, como es la amistad y la deferencia de su autor e intérprete: el cantautor barcelonés Joan Isaac.
También recuerdo el primer día que conocí a Joan al encontrarnos en un conocido bar después de su mágico recital en el auditorio de Las Cámaras. Recuerdo que atravesaba tormentas vitales, que le regalé un libro y le hice una confesión de la que después me arrepentí. Y después me arrepentí de haberme arrepentido, porque él supo respetarla, pero no la olvidó. Todavía se acuerda, y cada vez que puede extiende su voz para acariciar el sitio de mi alma en donde aquella herida a veces todavía vuelve a sangrar. Por todo eso para mí es un honor estar aquí, compartir este lugar con ustedes y sobre todo con él. Con esa voz que hacia el final de mi adolescencia ya se anunció como una querida presencia.
Lo que nos une es la presentación, el bautizo en Ecuador de un bello y contundente libro que habla de Joan Isaac, escrito por Luis García Gil, poeta y literato nacido en Cádiz en 1974: Joan Isaac. Bandera negra al cor. Libro imprescindible para todas aquellas personas interesadas en conocer no solamente la vida y obra de este gran cantautor catalán, sino para todos quienes desean conocer cómo nace un cantautor en un mundo como aquella España y aquella Cataluña de transición entre una de las más brutales dictaduras de la historia del siglo anterior y la tibia ‘democracia’ (sabido es que con esta palabra se puede denominar cualquier cosa) que le siguió tras la muerte del caudillo.
García Gil hurga en la historia española y allí encuentra antecedentes, personajes y motivos para que se comprenda mejor el movimiento de la Nova Canço catalana. Sus contextualizaciones son claras, precisas, y cargadas de un gran sentido didáctico. Como todo poeta, bucea en el alma humana individual y colectiva y nos lleva de la mano para que salgamos (bueno, que salgan los que todavía están ahí) de ese marasmo intelectual que hace que algunos latinoamericanos se pregunten por qué ciertos cantautores cantan en catalán si nadie les entiende. Y así lo dicen, con el mayor y más desvergonzado desparpajo.
El alma del cantautor, un alma de poeta, aunque a veces se haga una diferenciación entre ambas actividades, sale a relucir no solamente en las acertadas citas de las canciones, sino también en el estudio que Luis García Gil hace de la trayectoria vital y artística de Joan Isaac. Y también queda clara la postura reivindicativa del hecho de cantar en catalán, aunque las canciones no necesariamente pasen por evidentes definiciones políticas que no hace falta mencionar aquí. En fin de cuentas, si a través de una canción de amor y amistad se defiende la vida, si a través de la tragedia de un hombre que ve agredida su consciencia planetaria y se deja morir se nos hace tomar consciencia a nosotros también del daño que entre todos le hacemos al planeta, el cantautor no solamente está defendiendo una identidad, sino el hecho mismo de saberse humano en un mundo que también es naturaleza.
El libro de García Gil ahonda también en las influencias y en los referentes de Joan Isaac. Menciona su enriquecedora relación con la chanson francesa, su aprendizaje de ciertos intérpretes italianos. Su amistad artística y personal con compositores e intérpretes de la talla de Luis Eduardo Aute, Gino Paoli, Joan Manuel Serrat, Silvio Rodríguez. Sus últimas versiones en catalán de algunos de estos genios, y la recopilación de algunas de ellas en un luminoso álbum llamado Joias Robadas.
Podría extenderme mucho más acerca del libro, pero quien habla mucho de un libro está adelantándose a un trabajo que les corresponde a los lectores, por eso, y para terminar, más bien leeré y dedicaré a Joan Isaac un texto que escribí hace tiempo pensando en mis amigos cantautores ecuatorianos:
ESA GENTE QUE CANTA
tal vez todo empezó bajo la ducha
o /para los más convencionales aunque sea al principio/ en el coro o conjunto de la iglesia
en donde alegremente se cometía ese atropello por partida doble llamado “padrenuestro del silencio”
o se profanaba a Bob Dylan con esa horrible cosa llamada “saber que vendrás”
así
solo que después por suerte los vecinos no se quejaron
y el padrenuestro del silencio y el saber que vendrás se quedaron archivados en el cajón de tereques de la infancia
pero la música y su posibilidad de ser poema no se fueron
llegaron para quedarse
así como también los adorados ídolos malditos
después los sentimientos comenzaron a dibujarse en letras
y las lecturas más o menos prohibidas enriquecieron las mentes y las almas
más o menos así parecería que es
eso de devenir en una especie mago
que toma el barro cotidiano con su carga de lágrimas y de esperanza
y lo moldea hasta convertirlo en la escultura que después tarareamos los otros
también bajo la ducha /nunca en misa por dios/
pero que más allá de todo le presta palabras y armonía
a la desarmonía cotidiana que quisiéramos también poder transformar en canción
a la incertidumbre que creemos que solamente se maneja en el silencio
a la soledad que juramos un patrimonio exclusivo de nuestro corazón crucificado en medio de ladrones
esa gente que canta
quizá no sabe que cuando nuestra voz se quiebra por la razón que sea
echamos mano de la suya
que cuando las palabras son esquivas para hablar de la sombra
su poesía calza en nuestra angustia
esa gente que canta y hace magia
/a veces injustamente olvidada en antiguos cajones de mudanzas
o recuperada por coleccionistas suertudos en baratillos de disqueras/
mira el mundo y advierte la inmundicia más allá de la farsa
y luego piensa y dice
sencillamente
palabras que no pasan
y que /según el libro sagrado/
si no hubiera quién las piense las sienta las invente y las cante
las piedras gritarían
o
para estar a tono
las piedras cantarían
eso mismo