Quito, como tantas de la Sierra, es una ciudad doble, dividida (hipócrita, dicen los costeños). De un lado, es el escenario de las solemnidades capitalinas, serias y sagradas; la ciudad de los conventos y las huellas místicas: la cara de Dios. De otro, es la ciudad de la envidia, la gula, la lujuria y de los siete pecados capitales, como bien lo mencionan, en sus crónicas, con una mezcla de odio y amor, muchos de lo los viajeros que la han visitado a lo largo de los siglos. En Quito, el demonio ayuda a construir los templos de Dios. Lo cuenta una de sus leyendas entrañables. Porque Quito también es la cara del diablo. La prueba son sus celebraciones religiosas. Mejor: el doble fondo pagano que ellas guardan: en el día de difuntos se canibalizan «guaguas» de pan con su debida mazamorra morada; por detrás de San Juan están los ecos del Inti-raimi; más allá de «San Pedro y San Pablo», crepita el culto al fuego del infierno; el carnaval, esa guerra lúbrica del agua, coincide, en la segunda luna nueva del año, con los ritos acuáticos de los brujos andinos y, bien miradas las cosas, Semana Santa, a pesar de las ceremonias de la fe y las túnicas, es también la fiesta de la gula y el jolgorio que acompaña a la época de las cosechas.
Si hay un plato que simbolice la gula, es la fanesca. Abundante, espesa, nutritiva por definición, su misma apariencia es una fiesta. En el contundente caldo, humeante y cálido, dorado como el oro maldito, hecho de los doce granos vernáculos (doce, como los apóstoles, pero también como los meses del año), unos disueltos y otros íntegros, triunfan sus aderezos y ornamentos especiales: masitas fritas de sal y de dulce, rodajas de huevo cocido y plátano también frito, hojas de perejil, encurtidos de cebolla y clavo de olor; los cortes del inevitable ají, rojo y pungente, como enviado por el propio demonio y, para colmo, los trozos de bacalao seco que traen el aroma lejano y exótico de lo que está al otro lado del mundo, en los desconocidos mares del tiempo con sus sirenas y vikingos bárbaros.
Seamos honestos ¿Quién, ante un plato de fanesca, piensa en cosas santas? Ocurre lo contrario. Los entendidos afirman que, además de la gula, ese potaje nacional promueve la pereza y la lujuria, con claros resultados, por cierto. Solo que no hay pecado sin placer, ni placer sin culpas: al final de Semana Santa, el Viernes santo, la ciudad las expía con largas procesiones católicas, con cucuruchos que se azotan y marchan descalzos sobre el ardiente pavimento, cargados de cruces y maderos muy pesados. Precedidos de la efigie de Jesús del Gran Poder, esos miles de fieles y torturados no son sino una pequeña parte de los sufrientes de Quito, cuyos hábitos expiatorios nunca pueden librarlos del suplicio de la Culpa, la gran pasión de una ciudad consagrada a Dios, pero también dada al diablo.