Una prostituta quiteña realiza un performance sexual con un muchacho de 25 años en una calle céntrica de Quito. La pareja improvisa el coito callejero, a las 11 de la mañana, en señal de protesta contra el Alcalde de Quito que procedió a cerrar algunos hostales ubicados en el Centro Histórico de la capital ecuatoriana por no cumplir, supuestamente, con algunas reglamentaciones municipales para el ejercicio de la prostitución. Los transeúntes graban en sus celulares la escena y luego ésta se viraliza en un video de 28 segundos en las redes sociales. El síntoma del morbo deliberado que provoca el hecho en una hipócrita sociedad franciscana, pasa de lo virtual a lo real. Como gesto surrealista de impotencia, el funcionario policial encargado de seguridad del Municipio capitalino comenta que el acto está reñido con la ley, pero no hace nada por impedirlo o sancionarlo luego de ocurrido. El performance prostibulario se convierte en un símbolo callejero de la inoperancia del Estado, frente al ejercicio de la prostitución que, -según datos de organizaciones gremiales de trabajadoras sexuales-, es fuente de trabajo para 180 mil mujeres en el país.
“Somos putas, no delincuentes” es el grito de batalla de aproximadamente 800 trabajadoras sexuales de Quito que se manifestaron en pie de lucha por lograr un sitio digno, seguro y definitivo de trabajo en la capital. Las meretrices han denunciado que el alcalde Mauricio Rodas, -lejos de dar solución a sus requerimientos-, ha procedido a cerrar hostales del Centro Histórico, presuntamente no autorizados como lugares de ejercicio del trabajo sexual. Las mujeres amenazaron continuar realizando copulaciones callejeras, a vista y paciencia de todos, como una forma de poner en evidencia la situación de marginalidad laboral y carencia de lugares para ejercer su trabajo que les aqueja. «Esto quiere el Alcalde», dicen. «Vamos a tener sexo en las calles. No nos dan otra salida, si no reabren los hoteles».
El ejercicio urbano de «la profesión más antigua del mundo» debe ser también el problema más antiguo de la ciudad de Quito, al que ningún alcalde ha dado solución: Reubicar a las trabajadoras sexuales en un sitio adecuado para el desempeño de su trabajo y para la convivencia ciudadana, se ha convertido en una piedra en el zapato para los alcaldes quiteños. Según datos proporcionados por Elizabeth Molina, presidenta de la Red de Trabajadoras Sexuales del Ecuador, de las 180.000 mujeres que se dedican a ofrecer servicios sexuales en el país, 3.000 laboran en la capital y cerca de 400 están en las calles en los tres centros de tolerancia que hay en el Centro Histórico quiteño.
Los gobiernos autónomos descentralizados han mostrado impotencia para asumir el complejo problema: “Este es un problema que los quiteños venían reclamando hace años -ha manifestado Rodas- nosotros hemos tomado la decisión firme de dar una solución definitiva a través de exigir a todos el estricto cumplimento de la norma”. La afirmación responde a una fórmula manida acuñada por algún asesor municipal desubicado frente a una realidad, cuyo tratamiento no cuaja en la ciudad capital. “El problema es que en torno a este tipo de actividad, cuando se realiza de manera irregular, suceden una serie de fenómenos sociales profundamente graves, por ejemplo trata de personas, trabajo infantil, micro tráfico, delincuencia”, concluye impotente el Alcalde Rodas.
El síntoma de exclusión y repudio moralista a la actividad de la prostitución, se ve acentuado por medidas de carácter policiaco que incluye represión a las manifestantes y cierre de sus lugares de trabajo. Las mujeres se enfrentaron con palos, piedras y adoquines a los uniformados. Una presunta administradora de una de las hostales fue detenida por romper los sellos de clausura del establecimiento. Mientras se da esta respuesta a la protesta, las autoridades municipales manifiestan que están adecuando un bulevar en donde las trabajadoras sexuales podrán ejercer su actividad laboral. Pero la solución propuesta por las autoridades está lejos de satisfacer sus requerimientos. El exalcalde de Quito, Paco Moncayo, quien tampoco dio solución al endémico problema de ubicación de las prostitutas citadinas de Quito, dijo que «el Centro Histórico es patrimonio de la Humanidad y no puede ser un gran prostíbulo o una gran feria popular, porque en gran medida el desarrollo de la ciudad depende del turismo». Las mujeres anunciaron que continuarán con su protesta en la calles de la capital y lamentaron que no hablan directamente con el alcalde de Quito, Mauricio Rodas, para tratar su situación. «Solo vino al sector cuando era candidato, ahora no, solo con sus representantes, eso no es así, no da la cara». Es decir, la capital ecuatoriana no encuentra el sitio donde depositar la “basura social”, una lacra inmanejable de una actividad reñida con la moralina impuesta por una sociedad pacata que considera a la prostitución una maldición necesaria.
Desde el punto de vista del Estado, la prostitución es un hecho social que debe ser asumido por las instituciones pertinentes, organismos estatales relacionados con un fenómeno que debe ser reorientado bajo un concepto cultural incluyente, que al mismo tiempo permita la reinserción de las prostitutas a actividades laborales que no suponga la cosificación mercantil de su cuerpo. Bajo la epidermis del tema subyace un hecho innegable: la prostitución es una actividad laboral que implica la transacción de una mercancía que contradice la más elemental condición de dignidad de la mujer, obligada a vender su propio cuerpo a falta de otro producto disponible. No se precisa encuesta alguna para concluir que una abrumadora mayoría de mujeres dedicadas a la prostitución, preferiría comercializar cualquier otro producto que no sea su sexo.
El performance sexual callejero de la pareja viralizada en las redes sociales no hace más que poner el dedo en la llaga de una doble moral citadina: La desvergonzada confesión de que la prostitución es una maldición necesaria. La “profesión” más antigua del mundo, es alegoría de la insensibilidad de un mundo hipócrita que prefiere voltear el rostro hacia otro lugar, y soslayar el carácter intrínseco de la prostitución en su flagrante condición de injusticia social.